15/7/08

Fernando Carrasco Nuñez

LA FICHA MARCADA


Alfredo salió del hostal muy presuroso y percibió que estaba garuando sobre la ciudad.
Se arregló el cuello del saco y volvió a mirar su reloj. ¡Demonios! Ya iban a dar las cinco de
la mañana. Tenía que darse prisa si quería evitar una tragedia en su casa. ¡Cómo pudo haberse quedado dormido! Mientras caminaba hacia la avenida principal en busca de un taxi sintió que poco a poco un atroz sentimiento de culpa se iba posesionando de su cuerpo. Era la primera vez que había hecho el amor con otra mujer desde su matrimonio celebrado dos años antes. Ahora se sentía terriblemente arrepentido de haber caído en el juego de Clarisa a quien acababa de dejar dormida en una de las habitaciones de ese lujoso hostal. Alfredo amaba a su mujer, pero los hechos se habían producido de manera precipitada. Clarisa era una de las antiguas y pocas amigas de su esposa. Esta idea incrementó la magnitud de su culpa. Pero ella era tan perversamente seductora y seguramente lo había sido aún más con él. Quiso encender un cigarrillo, pero terminó arrojándolo sobre el césped de un pequeño jardín cuando le cruzó por la mente la forma cómo Clarisa había mentido a su esposa para pasar la noche con él. La culpa iba dando paso a un sentimiento entre la ira y el miedo. Su mujer nunca le perdonaría si llegaba a enterarse de esa traición. Ella era capaz incluso de abandonarlo. Se metió las manos a los bolsillos y continuó caminando ligero con la cabeza gacha. Aún podía encontrar durmiendo a su mujer y simular que había llegado horas antes como en las esporádicas ocasiones en que se quedaba bebiendo con los amigos del trabajo. Poco después Alfredo llegó a la avenida principal y abordó un taxi.

Durante el transcurso del viaje Alfredo recordó el día que conoció a Clarisa. Tres semanas antes cuando por la noche llegó exhausto del trabajo encontró a su mujer y a su amiga charlando amenamente en casa. Habían abierto una botella de vino. Notó que el trago las había puesto muy animadas. Alfredo no pudo ocultar cierta fascinación ante la belleza de esa mujer a quien veía por primera vez. Tenía unos ojos verdes que perturbaban y parecía más joven que su esposa. Alfredo se sirvió también una copa de vino y las acompañó hasta que Clarisa se marchó treinta minutos después. Durante la conversación Alfredo se fue enterando muchas cosas sobre la vida de Clarisa. Era una antigua amiga de su mujer. Habían estudiado juntas los primeros años de la secundaria. Lamentablemente al poco tiempo se habían perdido de vista debido a que el padre de Clarisa, un coronel del Ejército, había sido destacado al Alto Huallaga en pleno conflicto con Sendero Luminoso. Como era hija única su padre no estaba dispuesto a alejarse de ella ni de su esposa. Alfredo recordó que en ese momento de la charla su mujer había lamentado la ausencia de Clarisa la noche de su boda y que acto seguido los tres volvieron a brindar. Clarisa también les dijo que sólo estaba de paso por Lima ya que dentro de un mes tendría que regresar con sus padres a Tingo María donde se habían quedado a radicar definitivamente y donde la esperaba su prometido, un joven oficial del Ejército que había perdido la cabeza por ella. En ese momento los tres rieron. Casi al final de la charla les informó, entusiasmada, que el mes entrante empezaría a laborar como asistenta en el Hospital de Policía de la zona y que planeaba casarse el año siguiente. Brindaron otra vez. Cuando Clarisa se disponía a despedirse, su amiga la invitó a almorzar con ellos el fin de semana. Ella aceptó muy complacida. Y se despidió de ambos con un beso en la mejilla. Pero Alfredo sintió el beso de la amiga de su esposa muy cerca de la comisura de los labios. El domingo almorzaron juntos. En aquella ocasión Clarisa había llegado con un vestido muy ceñido que resaltaba las sinuosidades de su bien delineado cuerpo. Alfredo percibió que esta vez Clarisa lo seducía manifiestamente en los instantes en que se ausentaba su esposa. Esa situación lo desconcertaba por la cercanía de su mujer, pues le resultaba difícil disimular su encendida excitación. Aquella vez la reunión no se prolongó mucho tiempo porque Clarisa adujo que había prometido a su madre salir de compras con ella esa noche. Cuando se despidió de ambos, Alfredo sintió que al tiempo que le besaba la mejilla, Clarisa le acariciaba ligeramente los dedos. Él tuvo la sospecha de que su esposa lo había notado, pero cuando quedaron solos ella le sonrió y le propuso terminar la botella de vino que había quedado a medias. Por la noche hicieron el amor. Su mujer sintió que Alfredo fue más ardiente que otras veces. Esa noche Alfredo imaginaba que le hacía el amor a Clarisa.

Durante la semana siguiente, Alfredo no volvió a ver a la amiga de su mujer. Cuando volvía a casa deseaba ardientemente encontrar a su esposa y a Clarisa esperándolo para cerrar la noche con unas botellas de vino. Pero en varias ocasiones encontró la casa vacía. Cuando su mujer regresaba, poco después, le decía que había salido de compras con Clarisa. Alfredo tuvo la certeza de que su esposa se había percatado de las intenciones de su amiga así que había decidido mantenerla alejada de su casa. Pero las ausencias de su esposa se hicieron habituales y comenzaron a inquietarlo la semana siguiente. Una noche que ella volvió sumamente tarde le reprochó no encontrarla en casa para cenar juntos. Su esposa se disculpó argumentando que Clarisa la había invitado al departamento de sus padres y que su madre, una mujer muy simpática, la había retenido contándole muchas historias sobre sus vidas en la selva. Le prometió que esas salidas nocturnas ya no se iban a repetir pues Clarisa regresaría a Tingo María la semana entrante. Alfredo se inquietó, pero a la vez recibió la noticia con mucha satisfacción. Él no podía permitir que una mujer descocada como lo era Clarisa pudiese resquebrajar la relación con su tierna esposa. Esa noche quiso hacer el amor con su mujer, pero ella no se mostró dispuesta. Estaba sumamente agotada, le dijo.

Cuando la noche siguiente Alfredo regresaba a su casa recibió una llamada al celular. Era su mujer. Le dijo que Clarisa la había llamado para pedirle que por favor acompañase a su madre al salón de belleza ya que ella se encontraba muy alejada de su departamento. Alfredo aceptó con resignación cenar nuevamente solo. Sabía que esas salidas de su mujer terminarían muy pronto con la partida de su amiga. Al ingresar a su casa se quitó la camisa y se sirvió una copa de vino. Al rato llamaron a la puerta. Se dispuso a abrir con cierta alegría pues imaginó que por algún motivo su mujer ya no había tenido que acompañar a la madre de Clarisa a ninguna parte. Pero su alegría se transformó en desconcierto cuando advirtió la figura sonriente de Clarisa en el marco de la puerta. Entonces entendió los planes de esa mujer. Ella lo saludó e ingresó rápidamente. Le dijo que pasaba muy cerca y que había deseado venir a despedirse de él puesto que esa noche era la víspera de su viaje. Alfredo, algo nervioso, le invitó una copa de vino y descolgó su camisa de la percha con la intención de volvérsela a poner, pero Clarisa se lo impidió. “No es necesario que te la pongas. Está haciendo mucho calor” En ese instante ella se quitó el abrigo que llevaba encima y dejó al descubierto, atrevidamente, el gran escote de su hermoso vestido. Ambos brindaron y quedaron en silencio por un instante. Alfredo quiso decir algo, pero de pronto sintió que Clarisa se lo impedía con un beso. Se besaron y se acariciaron con ardor sobre el sofá de la sala durante algunos minutos. Pero cuando Clarisa empezó a desvestirse a Alfredo le asaltó el temor de que su mujer los encontrase en esa situación. Se incorporó y se puso la camisa con presteza. Clarisa, dueña de la situación, se le acercó nuevamente y le susurró al oído: “Ella demorará mucho, cariño. Pero si gustas podemos irnos a otro lugar.” Él dudó por un instante. Pero resolvió por guardar las copas de vino y salió detrás de la mujer. Clarisa cruzó la puerta y sin que Alfredo lo notara emitió una silenciosa sonrisa de triunfo.

—Señor, hemos llegado —exclamó el dueño del taxi. Alfredo, sumido en sus pensamientos, tuvo un sobresalto —. Son diez soles —añadió el taxista. Alfredo pagó y descendió del auto. La garúa no había cesado.

Cuando estuvo a unos metros de su casa sintió que el pánico lo embestía. Sabía que su mirada lo iba a delatar. Él nunca había tenido el talento de los verdaderos infieles. ¿Por qué demonios se había dejado arrastrar como un niño hacia esa situación? Notó ahora que había empezado a transpirar mucho y que las palpitaciones de su corazón se habían acelerado. Se juró que nunca más volvería a traicionar a su mujer. Ahora deseó intensamente que su esposa estuviese dormida. Se detuvo. Respiró profundamente tratando de sobreponerse pero fue inútil. Se secó el sudor de las manos en el pantalón. No podía despejar el pánico que lo agobiaba; ni tampoco podía sustraerse a esas imágenes que, inexplicablemente, una parte de su memoria iba revisando no sin cierto placer. Recordó la seductora mirada de Clarisa en la penumbra del hostal. La espléndida desnudez de su cuerpo blanco entre las sábanas. Sus pechos enormes en movimiento. La armonía de sus acrobacias sexuales. Sus largos e intensos gemidos. La vibración y el arquearse de su cuerpo en cada orgasmo.

Metió la llave en la cerradura con dificultad e ingresó a su casa sigilosamente. Cerró la puerta tras de sí y se dirigió en completo silencio hacia la recámara. Entró al dormitorio y retuvo la respiración. Al instante notó que su mujer dormía profundamente. Respiró aliviado. Ella llevaba puesta un vestidito transparente que trasuntaba la forma de sus senos y caderas. Sintió una oleada de ternura por ella. Sabía que solía ponerse ese vestido cuando deseaba hacer el amor. Seguramente lo había esperado durante algunas horas y había terminado vencida por el sueño. Se quitó la camisa y se acostó con sumo cuidado de espaldas a su mujer. Al poco tiempo logró conciliar el sueño. Su mujer tenía los ojos cerrados, pero no dormía. Cuando lo oyó roncar abrió los ojos de golpe. Y se dibujó en sus labios una perversa sonrisa. Todo le había resultado perfectamente. Después de varias semanas había logrado por fin satisfacer el capricho de su amante. Habían hecho el amor en la misma cama donde ella dormía con su esposo. Y todo gracias a los favores de la incondicional Clarisa. Esa amiguita que acababa de conocer hacía unos meses, con quien había establecido infranqueables lazos de solidaridad mutua en una de esas salidas furtivas por las tardes en que ambas corrían al encuentro de sus respectivos amantes.
Cuento publicado en el número 1 de la revista impresa
Sol de Ciegos de la Universidad La Cantuta.

Fernando Carrasco
(Lima 1976)
Egresado de la U.N.E.
Maestría en Literatura Peruana y Latinoamericana en la UNMSM.
Libro: "Cantar de Helena Y otras muertes"

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