12/5/10

Plaza de Hiroshima


(Relato verídico)


No esperaba llegar a este espacio tan enorme a la hora del silencio.
Es la hora en que la tarde le toma la mano a la noche. Hay una leve
penumbra que me permite oír claramente un extraño murmullo que se
mete por cada poro de mi cuerpo. No debí salir tan tarde en busca de este espacio que siempre me ha atraído como cal para los huesos,
como sal viva para los ojos, como agua para la sed de la vida. Es la hora en que todos se recogen a mirar las paredes del silencio y no se habla, ni se piensa, solamente se desea reposar con la mirada en el blanco de los recuerdos.

Cruzo la plaza en diagonal a pasos lentos. Agudizo los sentidos,
deseo mirar cada pulgada del suelo, ese que un día fue alfombra de
carne chamuscada. Deseo la clarividencia que se esconde en mi mente.
Hoy la necesito más que nunca. El murmullo se hace más intenso y se
cuela por mi boca, diluyéndose en mi sangre hirviendo.
Sí, se que escucho gritos, lamentos. Los murmullos son cada vez más
entendibles, cada vez más dolorosos. De momento comienzo a ver las
caritas quemadas, los ojitos ardiendo. Las ropitas en hilachas de
cenizas y sangre coagulada se pegan a mi piel.

Estoy segura que es en este lugar donde los apilaron y terminaron de matarlos para que no siguieran sufriendo por largo tiempo. La
radiación les hizo mucho daño, no tenían salvación, esas reacciones
en cadena seguirían pudriéndoles la piel tierna, las llagas
cubrirían todo sus cuerpecitos supurantes en carne viva, en dolor
vivo, en horror largo y lento.

No sé por qué necesitaba estar aquí, en este lugar de los infiernos, pedir perdón, llorar por cada uno de ellos. Llevo la culpa tatuada en mi alma vieja. Los alaridos se clavan en las entrañas como punzadas cortantes. Estoy aquí, al borde de la locura, al margen de la conciencia, llorando ríos, mares, sofocando con mis lágrimas el ardor de sus cuerpos, pero estoy segura que ni todas las lágrimas del universo podrán sellar esta laceración imperdonable. Mis brazos se alargan y extienden hasta el suelo y logro un abrazo horizontal.

Soy sábana tendida sobre la muerte.


Carmen Amaralis Vega

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