10/5/09

“La vestimenta de los días”, de César Olivares



Juan Villacorta Vásquez

 

En el libro La vestimenta de los días (Ornitorrinco Editores, abril de 2009), de César Olivares, los poemas que he leído me han refrescado las imágenes que tenía y tengo del autor cuando fue mi alumno en la Universidad Nacional de Trujillo y, sobre todo, han servido para completar etopéyicamente algunos detalles muy específicos: su natural nobleza, su espontánea sensibilidad, su respetuoso carácter, su profunda raigambre filial y familiar (por algo están, en el pórtico de su libro, las dedicatorias a su hijo y esposa), pero, sobre todo, para confirmar su cada vez creciente firmeza literaria y su madurez lírica. Por esto debo decir que el efecto más significativo que me provocaron, de inmediato, los versos de César Olivares fue, entonces, mostrarme su franca humanidad a través de recurrentes signos de su cotidiano vivir o recordar que, para los efectos postreros y trascendentes del ser hombre, son lo mismo. Los versos sencillos, pero bien logrados de su poesía, trasuntan ese deseo de naturalidad, de simpleza, del rescate de la humanidad de lo cotidiano y de lo cual no podemos ni debemos prescindir si queremos encontrarnos a nosotros mismos, si queremos ser auténticos. No es trivial, ni coloquial ni anodina la fuente de su poética, sino las pequeñas grandes experiencias de la vida que se viven a diario.

En efecto, desde el título del libro (“La vestimenta de los días”) fluye el deseo que tiene el poeta de comunicar poéticamente qué constituye el ropaje de lo cotidiano: la materialidad del diario vivir, de su propia existencia, puesto que emplea la primera persona gramatical como hablante lírico. Esto es explícitamente corroborado mediante dos versos del Prefacio del libro cuando el poeta César Olivares advierte: “Siempre fue lo mismo (…) En vano intenté cubrir mi corazón con una / cáscara de huevo”. Su yo poético es aseverativo, claro y contundente: es difícil abstraerse, sustraerse u ocultarse del mundo de todos los días, y es más difícil aún ser insensible u ocultar los sentimientos.  Y de esto es lo que se poetiza en todos sus versos: los mismos hechos y experiencias más simples y cotidianos que afectan y activan su sensibilidad. Y no es fácil crear poesía de lo cotidiano. Esta poética subyacente en los versos de César Olivares nos recuerda lo que planteaba Rainer María Rilke: “el arte es un modo de vivir, y, aún viviendo de cualquier manera, puede uno prepararse para él”; y, de igual modo, sus versos, tienen un eco de buena parte de la poesía de Nicanor Parra, de Octavio Paz y del mismo Pablo Neruda, sino bastaría con recordar los “Antipoemas”, “Piedra de sol” y “Odas elementales”, respectivamente.

Lo cotidiano no es lo inmediato, lo trivial, lo superfluo, sino las vivencias más simples pero que han dejado huella en el alma del poeta, como de cualquier hombre que le da sentido e importancia a las cosas más sencillas de la vida, aquellas que se viven desde la infancia primera. Allí están el padre, la madre, los hermanos, el barrio, la casa, el hijo, la esposa, los amigos, los recuerdos más sentidos, pueriles, pero memorables. El poeta dice: “Yo también tuve un padre terco / y una madre preocupada por el calor de las estufas”. Hermoso signo de la elemental cotidianidad que nos devela y compromete, que nos remonta a la raíz de nuestros afectos.

Se ha discutido mucho sobre la sinceridad o veracidad de los contenidos de la poesía. Pero lo que no se discute es que la vida que lleva un poeta es la fuente inagotable de la creación poética. César Olivares, en su libro da testimonio de esta última afirmación. Y dice en el poema 2 de Relámpagos de infancia: “Y yo quiero que sepas todo”. Y todo es lo que le ha tocado compartir, vivir, al lado de los suyos: los primeros dibujos (de él mismo o de su propio hijo, que vendría a corroborar el mito del eterno retorno o de la circularidad del tiempo, formas de filosofar lo cotidiano), la incertidumbre por el mañana, el tiempo, los juguetes, la muerte, la familia, los amigos, etc.

Escribir sobre lo cotidiano no es fácil ni mucho menos; esto lo sabe el poeta y dice en el poema 4 de Impresiones y retratos: “Detesto escribir poemas /que no cuesten sangre”. Pero esto no significa, como podría suponerse, equivocadamente, que el poeta deba presentarse con una careta de fingida valentía o de impostada dureza ante la vida; no importa lo que diga, el poeta trata siempre de ser auténtico. El poeta dice en el poema 2 de Impresiones y retratos: “Dicen que soy malo/ que no soy capaz/ de matar un becerro/ para que coman/ mis hermanos/Pero amo la vida/ los buenos tragos/ Las mujeres malas/ a veces”. No importa lo que digan los demás, lo que hagan los demás, importa lo que se siente y ama íntima y personalmente.

En este sentido, el ejercicio del poetizar la cotidianidad  se presenta, al fin y al cabo, en una búsqueda y un encuentro de sí mismo, en las huellas más cercanas, más que de buscar un triunfo sobre la poesía. El poeta dice: “Lo siento, poesía / no soy tu hijo / sólo soy un niño / de sangre ajena / que bebe/ en tus pezones/ la verdad de las palabras”. Y agrega: “Entonces supe de mí por un poema”.

El quehacer lírico de César Olivares tiene, a parte de su inobjetable calidad estética de escribir hermosos versos con asombrosa sencillez, y de hacer de las experiencias cotidianas unos espacios para volver a nosotros mismos, el mérito de buscar cumplir uno de los fines esenciales del arte, de la literatura: humanizar al hombre; así lo dice: “Escribimos un poema para hacer más sensibles a los hombres/O al menos para intentarlo (…) O sea para buscar en cada palabra / nuestra sangre, nuestras vísceras y nuestro corazón. Para/ pregonar una vez más que la literatura no cambiará el mundo, / pero cómo lo embellece, compadrito”.

 

* Juan Villacorta Vásquez. Docente en Literatura de la Universidad Nacional de Trujillo.

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La ciudad de los culpables[i]: a pesar de todo, la esperanza


La ciudad de los culpables (2007) es la primera novela de Rafael Inocente. En este libro, Orlando Zapata se configura como narrador principal. Alrededor de él, otros personajes: Sebastián, Lucía, David, Julia, Sofía. Todos ellos de extracción popular. Viven en asentamientos humanos: Collique, Vitarte y Canto Grande. Son personajes que trabajan y estudian para sobrevivir en la CiudadEnferma, pero también saben del amor y la sexualidad. Es una mirada completa a la vida de tales seres que poco a poco se van involucrando en las luchas sociales. Son tiempos donde hay que definirse. Pero la represión también es dura. Algunos de ellos serán asesinados y otros encarcelados. Es una visión de la guerra de los hombres de abajo. De esos hombres que viven en la ciudad donde los agentes del Estado pueden asesinarlos sin recibir ningún castigo.

  1. Acerca de la izquierda revisionista

En una sociedad en plena lucha de tipo clasista, la que se presenta en la obra, no puede faltar un grupo de individuos que se apropian del discurso de defensor del pueblo; sin embargo, sus actitudes muestran todo lo contrario. No son otra cosa que unos imitadores de los tan criticados opresores. Así, en boca de una izquierdista, será natural decir: “¡Oye, Renato, dile a la chola que me pase la sal!” (49). Tal definición para una trabajadora del hogar que, según verborrea de la izquierda, es gente explotada; sin embargo, el trato que recibe, de quien se supone defensora de tal clase social, se compara con la de de un vil explotador y racista incluso, por eso “la izquierda peruana… eran unos rabanitos, rojos por fuera y blancos por dentro… eran unos miserables revisionistas” (50).

La expresión musical también se tiñe de política. Cada facción en pugna, escoge la forma musical para cantar sus vivencias y sueños. De esta manera, copar el escenario del Perú para llevar adelante su proyecto político. “Lo más graneado de la pituquería progre aplaudió eufonizada a escritores y músicos de lo que llamaron la nueva canción latinoamericana, esos que nunca quedan mal con nadie y que solo cantaron protesta hasta que cayó el muro…” (67). La izquierda ha claudicado, pero se necesita de una música que exprese la nueva situación, donde la fuerza del colectivo haga sentir su presencia. “Llegaron sendas tropas de sikuris de San Marcos, de La Cantuta y dela UNI. Al grito ancestral de ¡Cha’mampi, cha’mampi compañeros!, se inició la fiesta colectiva. La pituquería de la Agraria, temerosa de lo que ellos llamaban la ‘terrucada’, solo contemplaba, impávida, la fuerza del ritual preínca, la danza de los sikuris” (90).

  1. Papel de las fuerzas policías y militares

El Estado necesita de instituciones represivas para defenderse. Esa necesidad hace que “el policía (sea) reclutado de entre las gentes del más bajo nivel intelectual- casi fronterizos, la mayoría, canallas…” (133). Los agentes represores participan en desapariciones y asesinatos con la seguridad de ser intocables. Tal accionar no se inicia con la guerra interna. Es una práctica anterior a ella. “A los dos meses, Elmer Gárate, el percusionista del grupo, apareció baleado en pleno centro de Arequipa. El gordo Aragón debió escapar a Ecuador, pues lo seguían. ¿Cuál fue su delito? Hacer música, formar sindicatos, no frenar su lengua, no bajarse los pantalones por un plato de lentejas” (44). Eso en 1979. Sin embargo, una vez que se inicia la guerra tal escena se vuelve una constante. “Habían encontrado varios cadáveres con huellas de torturas en una playa de Ventanilla” (85). A nadie se le ocurre defender a unos pobladores pobres de origen andino que viven en asentamientos humanos. Por eso la crueldad y el salvajismo se presentan casi con naturalidad. “Don Félix fue baleado a quemarropa, cuando intentó defender a la niña… Paula fue violada primero por el suboficial, con toda saña y despotismo de los que puede hacer gala un soldado envilecido, (luego) atinó a descerrajar dos tiros en el pecho de Paula” (214).

  1. Desaliento y pesimismo, pero la esperanza se vislumbra

En el desarrollo de la guerra, algunos entregan su vida en un acto voluntario por sus ideales, pero otros no están dispuestos a hacerlo. No por cobardía, sino porque “cualquier fascista que propague una idea en el Perú puede ser exitoso, porque lo que manejan este país son mierda y entre mierdas coinciden; el japonés tiene apoyo porque su punto de vista de las cosas, su ideología y su programa son similares a la estructura mental de la mayoría de individuos que componen este rebaño llamado pueblo peruano” (92). El pueblo es una tropa de imbéciles que se puede manipular fácilmente. Luego, resulta absurdo inmolarse. Ese es una manera de ver el mundo. Pesimismo radical. Sin embargo, también están los que postulan otras alternativas. Su desaliento no es, más bien, de quienes hacen política. “Cuando decidí internarme acá en el monte, cuando decidí hacer mi hogar con este pueblo, lo hice para terminar con la influencia de las costumbres e ideas de la ciudad, para olvidar las discusiones de reaccionarios y revolucionarios, para beber de la tierra y sin nada que perturbe mi mente…” (227). Una visión diferente donde “sólo las masas cobrizas conscientes liberarán al Perú, no ningún calco ni copia de Marx o Mariátegui” (244). Ni comunismo, ni capitalismo. Ese discurso velasquista. En la cola de desalientos y pesimismos no puede faltar de los que, en un momento de euforia rebelde, se adscribieron a la causa popular. Pero la cárcel, esa soledad forzada, quiebra el alma rebelde. Esa cárcel hecha exclusivamente para quebrar a los más recalcitrantes. La Cárcel de Challapalca con el poder de enfriar las convicciones y los ideales. “Por lo pronto quiere salir de allí… está decepcionado de su propia gente y realmente quiere romper con su actitud de ‘duro’…” (266).

Después de tanto golpe pareciera que el caos se apropió del mundo y que no existe solución para ello. Desaliento y pesimismo que se traduce en las relaciones sociales. Pero no todo es así. Aún queda algo de ilusión y esperanza. Este mundo no puede ser siempre el lugar donde los sátrapas abunden y hagan lo que quieran. “…no está muerto el ideal… ni muertas nuestras manos” (260). Es que “a pesar del pesimismo y el desaliento, nunca está más oscuro que cuando va a amanecer” (270).

  1. Ese camino peligroso de las ideas

Las ideas se desarrollan de acuerdo a las necesidades y las vivencias. Mientras esto sea una cuestión netamente personal y empírico no pasa de ser inofensivo, pero cuando ya se eleva a lo social y teórico genera conflictos de diversos niveles, incluso, la guerra. Tal confrontación en el plano de las ideas se presenta en la sociedad ya sea académica o no. “El ignorante profesor de economía confundió (a un aprista) con senderista o martaquito” (88). Son épocas en la cual todo indivicuo asume una posición ideológica.

Un trabajador joven, que siente que se le explota o que ha visto a sus padres partirse el lomo para construir una casita o sobrevivir, tiene una visión particular de lo que sucede en su contexto. “Entrar en contacto con la gente de las fábricas me permitiría también saciar mis inquietudes políticas y conocer algo más de los compañeros que nos visitaban en el mercado los fines de semana, para impartir formación política y para recolectar y las colaboraciones (menestras, frutas, verduras, carne, lo que fuese) que por voluntad propia realizábamos en el mercado” (51). También a las mujeres que trabajan desde niñas les toca la puerta la formación ideológica. Lavado de cerebro, dirán algunos. “A los seis años me convertí en una especie de madre sustituta de mis dos hermanos menores, pues mi padre salía temprano a trabajar” (25), luego de años “David fue quien me condujo por los caminos de la gran literatura, fue quien me enseñó a disfrutar y apreciar el buen rock en inglés, que yo casi detestaba porque no lo comprendía, fue el primero a quien escuché hablar de proletariado, lucha de clases y subproletariado…” (58). Lucía, con esa actitud de mujer que no inclina la cabeza ante nadie, asume su papel protagónico en ese lucha ideológica. La muerte no se hace esperar. La visitante no es de capucha negra y guadaña, sino de uniforme verde y pistola. Otra es la historia de Orlando Zapata, quien, “luego de seis meses de preparación, más política que académica, en la ADUNI” (62), se volvió universitario, aunque no concluyó la carrera. Cuando deja la universidad dice: “recuperé esa capacidad de conexión entre el cerebro límbico y la corteza cerebral, es decir, esa vital complicidad entre las emociones y la razón… yo era un prófugo de la ciencia y su método y que en todo caso prefería el conocimiento directo de la intuición y el latido a ser un asalariado de las grandes empresas, autodenominado científico” (253). Es una percepción de la universidad en el campo de las ideas que coincide con otro personaje, Sebastián: “No se aprende a escribir en una universidad dirigida por delincuentes y regentada por profesores que se alquilan como prostitutas” (158). Sin embargo, a Orlando, inocente, le espera la cárcel, “Porque en el Perú es delito saludar y estrechar la mano a un amigo; porque en el Perú es delito leer libros que los inquisidores consideran subversivos; porque en el Perú es delito no frenar tu lengua ante la injusticia” (251). Otra habría sido la historia “si dejaba a un lado mi carácter insurrecto y rupturista” (256). Pero tuvo que entrar a lidiar en ese campo peligroso de las ideas y eso basta para que “un Tribunal Militar de encapuchados, sin ninguna prueba, y en un juicio que duró diez minutos, me condenaron a veinte años de prisión” (252).




[i] Rafael Inocente. La ciudad de los culpables. Editorial Zignos. Lima. 2007.

Velita Palacín Niko (marzo 2009)