Juan Villacorta Vásquez
En el libro La vestimenta de los días (Ornitorrinco Editores, abril de 2009), de César Olivares, los poemas que he leído me han refrescado las imágenes que tenía y tengo del autor cuando fue mi alumno en
En efecto, desde el título del libro (“La vestimenta de los días”) fluye el deseo que tiene el poeta de comunicar poéticamente qué constituye el ropaje de lo cotidiano: la materialidad del diario vivir, de su propia existencia, puesto que emplea la primera persona gramatical como hablante lírico. Esto es explícitamente corroborado mediante dos versos del Prefacio del libro cuando el poeta César Olivares advierte: “Siempre fue lo mismo (…) En vano intenté cubrir mi corazón con una / cáscara de huevo”. Su yo poético es aseverativo, claro y contundente: es difícil abstraerse, sustraerse u ocultarse del mundo de todos los días, y es más difícil aún ser insensible u ocultar los sentimientos. Y de esto es lo que se poetiza en todos sus versos: los mismos hechos y experiencias más simples y cotidianos que afectan y activan su sensibilidad. Y no es fácil crear poesía de lo cotidiano. Esta poética subyacente en los versos de César Olivares nos recuerda lo que planteaba Rainer María Rilke: “el arte es un modo de vivir, y, aún viviendo de cualquier manera, puede uno prepararse para él”; y, de igual modo, sus versos, tienen un eco de buena parte de la poesía de Nicanor Parra, de Octavio Paz y del mismo Pablo Neruda, sino bastaría con recordar los “Antipoemas”, “Piedra de sol” y “Odas elementales”, respectivamente.
Lo cotidiano no es lo inmediato, lo trivial, lo superfluo, sino las vivencias más simples pero que han dejado huella en el alma del poeta, como de cualquier hombre que le da sentido e importancia a las cosas más sencillas de la vida, aquellas que se viven desde la infancia primera. Allí están el padre, la madre, los hermanos, el barrio, la casa, el hijo, la esposa, los amigos, los recuerdos más sentidos, pueriles, pero memorables. El poeta dice: “Yo también tuve un padre terco / y una madre preocupada por el calor de las estufas”. Hermoso signo de la elemental cotidianidad que nos devela y compromete, que nos remonta a la raíz de nuestros afectos.
Se ha discutido mucho sobre la sinceridad o veracidad de los contenidos de la poesía. Pero lo que no se discute es que la vida que lleva un poeta es la fuente inagotable de la creación poética. César Olivares, en su libro da testimonio de esta última afirmación. Y dice en el poema 2 de Relámpagos de infancia: “Y yo quiero que sepas todo”. Y todo es lo que le ha tocado compartir, vivir, al lado de los suyos: los primeros dibujos (de él mismo o de su propio hijo, que vendría a corroborar el mito del eterno retorno o de la circularidad del tiempo, formas de filosofar lo cotidiano), la incertidumbre por el mañana, el tiempo, los juguetes, la muerte, la familia, los amigos, etc.
Escribir sobre lo cotidiano no es fácil ni mucho menos; esto lo sabe el poeta y dice en el poema 4 de Impresiones y retratos: “Detesto escribir poemas /que no cuesten sangre”. Pero esto no significa, como podría suponerse, equivocadamente, que el poeta deba presentarse con una careta de fingida valentía o de impostada dureza ante la vida; no importa lo que diga, el poeta trata siempre de ser auténtico. El poeta dice en el poema 2 de Impresiones y retratos: “Dicen que soy malo/ que no soy capaz/ de matar un becerro/ para que coman/ mis hermanos/Pero amo la vida/ los buenos tragos/ Las mujeres malas/ a veces”. No importa lo que digan los demás, lo que hagan los demás, importa lo que se siente y ama íntima y personalmente.
En este sentido, el ejercicio del poetizar la cotidianidad se presenta, al fin y al cabo, en una búsqueda y un encuentro de sí mismo, en las huellas más cercanas, más que de buscar un triunfo sobre la poesía. El poeta dice: “Lo siento, poesía / no soy tu hijo / sólo soy un niño / de sangre ajena / que bebe/ en tus pezones/ la verdad de las palabras”. Y agrega: “Entonces supe de mí por un poema”.
El quehacer lírico de César Olivares tiene, a parte de su inobjetable calidad estética de escribir hermosos versos con asombrosa sencillez, y de hacer de las experiencias cotidianas unos espacios para volver a nosotros mismos, el mérito de buscar cumplir uno de los fines esenciales del arte, de la literatura: humanizar al hombre; así lo dice: “Escribimos un poema para hacer más sensibles a los hombres/O al menos para intentarlo (…) O sea para buscar en cada palabra / nuestra sangre, nuestras vísceras y nuestro corazón. Para/ pregonar una vez más que la literatura no cambiará el mundo, / pero cómo lo embellece, compadrito”.
* Juan Villacorta Vásquez. Docente en Literatura de