La vigencia del escritor coyuntural es tan corta como la literatura light (muy de moda en su tiempo, aunque todavía existen rezagos en textos fácilmente olvidables), la misma que, de un solo pinchazo, se revienta como un globo de fiesta o se desvanece cual hoja seca sobre los dedos frotados. Vivimos en una época tan rápida y superficial, sin detención alguna para poder tomarnos un respiro y meditar, analizar, comparar y regodearnos, paciente y concienzudamente, en lo que estamos consumiendo, que hoy en día es normal, casi diría una regla, que los productos librescos sean desechables, que sirvan para una sola vez, que no se queden en la mente ni en la mesita de noche de nuestra habitación donde podríamos cogerlos y disfrutar nuevamente de su esencia o de su brillantez. Han aparecido nuevos entes como igual número de denominaciones al paso, una de las cuales vendría a ser lo «mediático», palabra que particularmente no me agrada, pero que está inmersa en todo lo que ahora tocamos. Y así tenemos con que hay actrices mediáticas (Lindsay Lohan), cantantes mediáticas (Amy Winehouse), conductoras y presentadores de televisión mediáticos (Jaime Bayly), congresistas mediáticos, y, por supuesto, escritores mediáticos.
Yo no entendía muy bien qué significaba esa palabra, hasta que un escritor peruano se autodefinió como mediático, y entonces tuve una vaga idea de lo que quería decir. Como las canciones de moda, como las envolturas de las golosinas, como los envases descartables, el escritor mediático y su escritura solo sirven para distraer a la platea, para hacer piruetas inconsistentes y para asumir de bufones cuando lo «actual» pide a gritos ser representado. Y con esta parentela, prima hermana de lo light, también compiten los que tuvieron sus «quince minutos» de gloria y ahora los recuerdan solo unos cuantos. Un caso penoso es el del chileno Alberto Fuguet, escritor de segunda fila que osó ningunear a García Márquez, nada menos, y que luego se dedicó a lo que le gustaba: el cine. Él mismo, incluso, no se veía como lo presentaban en su momento dentro del mundillo literario, y el tiempo le dio la razón, como a muchos otros plumíferos, sobre todo españoles, que escribían con la secreta ilusión de que sus libros fueran llevados a la pantalla grande.
El cine, la televisión, la cultura pop y, últimamente, internet, son los que ahora influyen de manera tajante y poderosa dentro del ideario de las voces actuales que desean, a todas luces, tener una voz. La influencia literaria ya no es más literaria como ocurría antaño (cuando al leer entrelíneas un texto se notaba el guiño de un autor anterior), sino de otra índole, y los referentes no son escritores, filósofos, ensayistas, sino directores de cine, cantantes, líderes de plástico, iconos de la efímera fama. Es inevitable. Los tiempos así lo requieren. No estamos ya para detenernos en grandes bloques de escritura (de bella escritura, añadiría yo), cuando podemos muy bien resumir al máximo una idea central, evitar las descripciones, la creación paciente de personajes, el buen desarrollo de una trama. El bombardeo audiovisual es tan abrumador, que deja sin fuerzas, sin reacción y heridos hasta los huesos, a muchos escribidores pasivos que lo único que les resta por hacer es vomitar todo aquello con un trabajo de calculado enfoque perturbador. No los culpo, hacen lo que Jean-Paul Sartre propugnaba: vivir su tiempo, y esto, de alguna manera, me parece que ya tiene un cierto mérito, a optar por quedarse como simples espectadores de una realidad sórdida y escurridiza.
Sin embargo, así como la utilería electrónica que pretende suplantar a los libros tiene una mínima duración ─tal como lo señala Umberto Eco en un reciente artículo─, del mismo modo pienso que tal vez estos nuevos textos no tendrán mucho aire para subsistir los años venideros. De nada le va a servir reclamar a Mario Vargas Llosa por una «novela total» de grandes ambiciones; en estos tiempos la ruta va por otro camino, y esto lo saben muy bien los escritores que se esfuerzan por «estar a la moda», por apuntar hacia un modelo marketero, por engendrar un best seller y escribir sin las entrañas, ni los cojones, ni la honestidad que el propio cuerpo de un auténtico autor ─consciente de su labor─ exige.
Ejemplos de olvidos literarios y envejecimientos prematuros hay varios, sin contar con las «promesas» que se quedaron solo en eso. Los vítores y saludos de bienvenida al parnaso de las letras fueron tan estruendosos, que el autor así celebrado ─no teniendo una obra consistente que lo respaldara─ se consumió con la misma rapidez de un cigarrillo chamuscado. Con el correr del tiempo, que pone las cosas en su lugar, solo los resistentes edificios verbales, aquellos que fueron trabajados con materiales nobles y basamentos sólidos, quedan en pie y permanecen erguidos por encima de cataclismos mediáticos. No en vano Borges evitaba leer, en lo posible, a sus contemporáneos, para sumergirse en esas catedrales clásicas cuya lectura es mucho más provechosa que las «novedades» rimbombantes que se exhiben en los escaparates de las librerías, hacia las cuales acuden como borregos los «lectores cautivos» (víctimas fáciles de editores voraces y publicistas) para adquirir lo «último».
por: Carlos Rengifo