Hace varios años, un sujeto (ya fallecido, por lo cual no digo su nombre) se empeñaba en hacerla de poeta; en ese afán, llegó a publicar como suyos unos versos de Borges, y cuando alguien le increpó la osadía, él se justificó con la siguiente explicación que también atribuyó a Borges: ‘Los poemas publicados ya no pertenecen a su autor sino a la humanidad’.
Don Ricardo Palma usó la “tradición” para sus creaciones narrativas, y sus temas tenían de leyenda, de historia, de anécdota y de invención propia; pero nunca dijo estar publicando leyendas, porque éstas –por definición– son de dominio público, pertenecen al bagaje cultural del pueblo, por eso tienen el atributo de lo anónimo, y de lo ecuménico.
Los casos de José María Arguedas, con “Mitos, leyendas y cuentos del Perú”, y de Miguel Ángel Asturias, con “Leyendas de Guatemala”, respectivamente, vendrían a ser excepciones que confirman la regla, pues los mismos títulos con la preposición “de”, que implica procedencia, posesión y hasta pertenencia, ofrecen al lector la idea de que los autores las han recogido de la memoria popular.
Para “robar” en literatura no sólo hay que tener cuidado sino que, además, hay que practicar también el homicidio. Porque, dice el adagio: “El robo en literatura está permitido siempre que vaya acompañado de asesinato”. Un escritor grande puede “robar” y “matar” a un escritor pequeño; pero un escritor pigmeo no puede pretender saquear a uno grande sus viñedos. Y menos si ese grande es el “autor de autores”: el pueblo. Al delito del saqueo estará sumando la vergüenza del ridículo.
Lo descarado de estos robos está en tomar temas ya consabidos como, por ejemplo, el del taxista que es solicitado por una mujer que resulta ser la muerte o una muerta (Gabriel García Márquez lo trata –magistralmente– en una crónica periodística). Quien le roba al pueblo ignora el famoso adagio latino que dice: Dura lex, sed lex. Y en cristiano: Dura es la ley, pero es la ley. Y sin ley no hay leyenda.
Julio Carmona,