Por Juan Soto Ivars | Portada | 15.05.12
En tiempos de privatización, cuando la austeridad parece ser lo único que se comparte con los demás, crece la curiosidad del ciudadano por los edenes privados. Lugares a los que solo unos pocos tienen acceso alimentan la programación de las parrillas televisivas: ricachones mostrando sus yates, sus cocinas, las zonas vips de los clubes más exclusivos. Los huraños paraísos vedados en época de escasez.
Los malos tiempos económicos lo son también para la lírica. Cierran editoriales, las bibliotecas públicas reducen su ingesta de libros y parece un sueño imposible ganarse la vida escribiendo, por bien que se haga. Para colmo, el libro electrónico irrumpe con la vanidad de almacenar una biblioteca entera en la palma de la mano. Y, sin embargo, igual que los jardines privados esconden celosamente su encanto a las ciudades, eso pasa también con las bibliotecas de los escritores.
Antonio Gamoneda otorgó a Jesús Marchamalo el título honorífico de Inspector de Bibliotecas y desde 2007 muchos escritores le han permitido explorar estas cajas fuertes del saber y el fetichismo lector. Con auténtica delectación reunió este periodista sus etapas en el viaje por los estantes de veinte escritores españoles en Donde se guardan los libros, editado por Siruela.
Y es que las bibliotecas acumulan papel pero también historias. En el libro de Marchamalo se cuenta el primer librocidio de Enrique Vila-Matas, que decidió ser escritor y para ello tuvo que purgar de su biblioteca los pesados tomos de Derecho, que fueron a parar al contenedor en una noche de lluvia. También se cuenta cuál fue el primer libro que pudo leer Antonio Gamoneda después de que la Guerra Civil acabase con la biblioteca paterna.
Se describe la fachada belicosa de las bibliotecas dePérez Reverte, que exhibe un kalashnikov, o la deJavier Marías, custodiada por soldaditos de plomo. Se cuentan los sistemas estrafalarios con que organiza sus libros Fernando Savater, de forma que solo él podría encontrar un título, y tampoco faltan historias fantasmagóricas como la de Clara Janés, que descubrió una puerta tras uno de los estantes de su casa de juventud y, al otro lado, una habitación cuya existencia ignoraba su familia.
También son interesantes las fotos que Marchamalo hizo a los autores ante sus bibliotecas: en ellas se detecta este orgullo casi infantil de quien muestra su colección de tesoros. Posa Mario Vargas Llosaante sus libros, subido a una escalera que da pistas sobre la altura de los anaqueles y del orgullo del propietario; se apoya en una balda Soledad Puértolas, mirando con melancolía una de las muchas fotos familiares que distribuye delante de los lomos…
Pero ¿leen los escritores todos sus libros? Idea tan absurda para Marchamalo como la que explica con una buena anécdota: “Cuenta Andrés Trapiello esa vez que, viendo su biblioteca llena de libros, le preguntaron a qué se dedicaba. Y cuando dijo que era escritor le preguntaron si los había escrito él todos”.
Dime qué libros lees y te diré quién eres.Un autor puede acumular libros suficientes como para llenar varias casas, como es el caso de Javier Marías o Andrés Trapiello, que tienen la suerte de podérselo permitir. Sánchez Dragó se jacta de acumular libros y dice que recibe unos treinta cada día. Mantenerse en pie en ese torrente libresco requiere leer con voracidad. Este escritor lo hace: entre quince y veinte libros lee… a la vez. Más le vale, porque acumula unos 75.000 entre Soria y Madrid, aunque, como veremos más adelante, Fernando Sánchez Dragó tampoco se priva del placer de tirar libros malos.Pero hablamos de acumulación y síndrome de Diógenes. ¿Qué ocurre entonces con una casa habitada por dos escritores? Antonio Muñoz Molina y sus libros comparten espacio con los de su mujer, Elvira Lindo. El escritor muestra la ingeniosa biblioteca de su despacho: montada como un fichero para economizar espacio, estanterías que forman pasillos y recuerdan a los intestinos de la burocracia. La diferencia, por supuesto, es el contenido, repleto de joyas literarias, como por ejemplo un libro de Wenceslao Fernández Flórez que Muñoz Molina robó (con cierto rubor) cuando visitaba una casa que iba a comprar un amigo suyo.Hay escritores que almacenan cantidades de libros casi imposibles de imaginar, como Dragó o Daniel Samper, escritor colombiano que guarda en la suya unos 10.000;Santiago Roncagliolo admite que dedica unos cuantos anaqueles para las traducciones de sus propios libros a numerosos idiomas. Lo llama la “egoteca”, aunque luego regala los demás en cada mudanza. No tiene ningún interés por acumular. Como dijo Felipe Benítez Reyes, “hacer una mudanza es la forma más brutal de hacer crítica literaria”. Aunque sin mudanzas de por medio, también está el placer de expulsar libros de una biblioteca. Sánchez Dragó reserva una parte de su programa de Telemadrid para lanzar a un cajón aquellos libros que ha leído y detestado, e incluso invita a los escritores que lo visitan a que hagan lo mismo. Algunos, según Dragó, recogen del cajón el libro que han sacrificado cuando las cámaras se apagan, y lo devuelven atemorizados a sus anaqueles.Pero también se pueden expulsar libros por necesidad. En el relato Solo para fumadores, el peruano Juan Ramón Ribeyro narra una particular quema de libros que nada tiene que ver con la que sufrió Alonso Quijano por parte del cura, el barbero y el ama. Ribeyro vivía en París en los años sesenta y la economía no daba ni para tabaco. Lo que comenzaron siendo viajes de purga a los huraños libreros de la orilla del Sena terminó convertido en hoguera. Los libros valen poco en esa ribera: una primera edición deBalzac le dio para un par de paquetes de tabaco. Decepcionado y con una biblioteca cada vez más modesta, llegó incluso a vender al peso los diez ejemplares que le quedaban de su primera novela, Los gallinazos sin pluma. Juan Bonilla, en un artículo en El Cultural, cuenta que fue a buscar un ejemplar de Los gallinazos a la página de libros de segunda mano abebooks. Encontró uno, tasado en 250 dólares. “Da para muchos cigarrillos”.
Bienes codiciados.
Dice la voz bronca y popular que hay dos tipos de gilipollas: quienes prestan libros y quienes los devuelven. En la puerta de la biblioteca de Ramón Valle Inclán había un cartel que rezaba: “Esta biblioteca está hecha de libros robados. No se prestan libros”. Y es mucho más amenazante el aviso de la universidad antigua de Salamanca: “Hay excomunión reservada a su Santidad contra cualesquiera personas que quitaren, distrajeren, o de otro cualquier modo enajenaren algún libro, pergamino o papel de esta biblioteca, sin que puedan ser absueltos hasta que esta esté perfectamente reintegrada”. La propiedad de los libros es una cosa muy seria, y muchos autores se niegan a desprenderse incluso de las más modestas ediciones de bolsillo.
No era el caso de Hemingway, que durante su etapa en Cuba se convirtió en una especie de biblioteca pública y llevaba ficheros con los préstamos. Su biblioteca se encuentra unida a la John Fitzgerald Kennedy por deseo expreso de sus viudas. En la bahía de Boston, la JFK Library contiene el rastro de caracol de miles de papeles que dejó Hemingway, aquel escritor con pose de antintelectual. Pose más bien falsa, pues su chófer Toby Bruce declaró que siempre cargaba en el coche una maleta llena de libros. El americano leía ocho o diez obras a la vez en sus noches de insomnio. Eso sí, era un lector peligroso: al registrar su archivo y sus anotaciones sobre lecturas, se descubre que no solo odiaba releer libros, sino que odiaba los libros que releía. Tal fue el caso de Santuario, de William Faulkner.
No hay que remover mucho para encontrar, en la actualidad, historias de propietarios de libros celosos: el argentino Rodrigo Fresán evita prestar libros, e incluso a su hijo se los deja bajo estricta vigilancia. Es Fresán de los que no flexionan el lomo ni maltratan las páginas con dobleces y subrayados. Pero es que en su biblioteca, que ha cruzado el charco varias veces, tiene incluso un ejemplar de The histories of John Cheever firmado por el autor.
Los libros firmados y dedicados son frecuentes en las bibliotecas de los grandes, pero hay también curiosas excepciones. Un editor español que prefiere mantener su nombre en el anonimato confiesa una vieja estratagema juvenil: acudía a la firma de libros de Cela, pongamos por caso, y pedía al gallego que le dedicase su última novela. “¿Cómo te llamas?”, preguntaba el escritor, y este pícaro respondía: “Paco Umbral”. Así se fue haciendo con libros de escritores dedicados a escritores, y las imitaciones que no vendió a precios abultados figuran hoy entre las rarezas de su biblioteca.
El destino de los libros dedicados también es fecundo en historias: a Paul Theroux le costó un buen cabreo encontrar en una librería londinense un ejemplar dedicado de un libro suyo que había regalado al premio Nobel Naipaul. Nada que ver con Juan Bonilla, que encontró un ejemplar de su primera novela dedicado a Enrique Vila-Matas y agradeció poder recuperarlo, pues estaba totalmente descatalogado. Pese a su pasión, Jesús Marchamalo piensa que “hay algo artificioso en esa batalla que intentan imponernos entre la tecnología y el libro tradicional. O eres un chico moderno, o una antigualla,” declara. Entre las mejores virtudes de las bibliotecas sin estantes, destaca esta: “No parece razonable que hoy haya libros que no puedan comprarse porque están agotados desde hace años, y no se reeditan. O libros que desaparecen de las librerías a las tres semanas de salir, o que ni siquiera llegan”.
Radiografías de los escritores.Hace poco menos de dos meses que la Enciclopedia Británica anunció el cese de su publicación en papel. Parece evidente que el mismo destino van a tener las enciclopedias del resto del mundo. Sin embargo, la enciclopedia en papel era un texto para ser deglutido poco a poco y con él se tenía la fantasía de atesorar todo el conocimiento en unos metros de estantes. La Enciclopedia Británica era una lectura a fuego lento para Borges, y Álvaro Pombo atesora en Madrid la misma edición de 1912 que utilizó el argentino.Las bibliotecas privadas son radiografías de la vida de los escritores y por ello son uno de los primeros objetivos de sus biógrafos. Lo que ocurre con la biblioteca tras la muerte de un autor puede ser muy dispar. Algunos cedieron sus bibliotecas al público antes de irse, otros las destruyeron. En la familia de Leopoldo Panero, los vástagos fueron vendiendo a particulares dispersos las primeras ediciones dedicadas y los incunables del odiado padre, como en una histérica tragedia caníbal. Otras veces, viudas admirables legaron al ciudadano las colecciones de sus maridos, como hizo Aurora Bernárdez, esposa de Cortázar, que la donó íntegra a la Fundación Juan March.Pero quien piense que consigue algo con legar los libros a una institución se equivoca. Es célebre la anécdota de la biblioteca personal de Américo Castro, cuyo valor resulta fácilmente incalculable. Don Américo hizo las Américas en la última parte de su vida, dio clase en EEUU y a la Universidad de San Diego envió su monumental biblioteca. La Universidad lo agradeció inaugurando un flamante rótulo: “Biblioteca Américo Castro”: en la práctica, un sótano donde se encerró todo en cajones y lo dejaron pudrirse, hasta que un rumiante hizo limpieza. Colocó los volúmenes en pilas para que los cogiera quien pasase por allí. Como escribe Juan Bonilla, “los libreros de viejo hicieron su agosto: ejemplares de Salinas, Guillén, Juan Ramón, Aleixandre, Alberti, Cernuda, dedicados, todos ellos con el ex libris de Américo Castro en la guarda delantera”. Sobre estas atentas lampreas de libros que son los libreros de viejo hay también mucho que escribir, cosa que haremos más adelante.Nos alejamos ahora de los anaqueles, en los que quedan los viejos amigos cuando un escritor se va, pero también algunos despechados. Fernando Fernán Gómez fue un bibliófilo empedernido. En La silla de Fernando, el documental de David Trueba yLuis Alegre, el protagonista lleva a cabo el ensayo de una despedida: dice con total serenidad que ya es muy viejo y no tiene mucho futuro. Habla entonces de su biblioteca. “Creo que era Borges quien se despedía así de sus libros: ‘ay, a ti y a ti ya no os podré releer”. Con una sonrisa irónica, añade que es eso lo que diferenciaba a Borges de él. “Yo me disculpo con los que no podré leer, con los que adquirí en su momento lleno de entusiasmo y se han quedado ahí”.
Juan Soto Ivars
*Este reportaje fue publicado en la revista Tiempo el 17 de abril de 2012 y ha sido cedido por su autor.
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