Un mismo sueño lo había perseguido durante toda su vida. En realidad eran distintos sueños, pero compartían el mismo final absurdo: siempre terminaba subiendo, desquiciadamente, las escaleras de un viejo edificio hasta ganar la enorme azotea. Llegaba hasta el borde y desde allí contemplaba la ciudad. Sentía el viento acariciando su rostro. Luego fijaba sus ojos hacia abajo y veía, empequeñecidos, a los automóviles y transeúntes que se desplazaban incesantes. El vértigo que le propiciaba imaginarse cayendo lentamente como una hoja de papel lo envolvía de una extraña e infinita embriaguez.En su niñez se soñaba jugando en el patio de un edificio. En su adolescencia se soñaba leyendo en el balcón de un vetusto hotel. Otras veces, en su juventud, se soñaba retozando con una mujer en un alicaído hostal. Y en lo mejor de los sueños, súbitamente, emprendía la enloquecida carrera hacia la azotea. Ahora se encontraba soñando nuevamente. Había llegado una vez más a la azotea de siempre. Ya estaba en el borde otra vez. Volvió a contemplar la ciudad completa. Volvió a sentir el viento nocturno acariciando su rostro. Fue testigo otra vez del movimiento incesante de los automóviles y los transeúntes. Y volvió a sentir el goce extremo propiciado por el vértigo de sentirse caer irremediablemente. Fue entonces que se entregó al vacío. En una fracción de segundo gozó de un sueño feliz dentro de su propio sueño.
Sintió una intensa sensación desconocida por siempre. Luego vino el impacto previsible. Y las luces de la ciudad soñada se apagaron para siempre. Despertó.La noche siguiente el hombre intentó soñar de manera infructuosa. Deseaba sentir la misma sensación experimentada en el sueño. Anhelaba repetir esa caída una y otra vez. Nunca más volvió a soñar. Pero volvió a sentir la embriaguez conocida en el sueño el día de su muerte. Fue una noche fría. El hombre se dejó caer desde un edifico de su ciudad que, aquella vez, no era soñada por nadie.
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