Hubo un tiempo en el que incursionar en la red era como tirarse a la piscina en un agua que aún no se sabía si estaba blanqueada por el cloro o en su interior anidaban los estercoleros de la alcantarilla. Pasado el tiempo, ahora sabemos que hay de todo un poco, y que para separar el grano de la paja, la pepita del barro, es preciso estar alertas y atentos, abrir bien los ojos, leer con mesura, para que los disfraces estrambóticos, las malas clonaciones o incompletos sustitutos y los falsos usureros no nos quieran venden gato por liebre. Leyendo el libro «Discursos contra la bestia tricéfala», de autoría tripartita, no sé por qué, pero dos de las tres partituras en las que se divide el volumen me han olido a post, a textos internautas, a comments ligeramente desarrollados. Un pez sacado fuera del agua, irremediablemente muere; un camello puesto en las playas de Máncora o Punta Sal, por muy surrealista que pueda parecer a algunos tontos, está fuera de lugar, no cuadra, se percibe desubicado. Asimismo, creer que los chats, postsy comments representan en bruto la literatura del futuro, es haberse fumado un porro de los malos y además es ofensivo para los lectores literarios.
De intención más bien utópica, este libro, en lugar de ser un conjunto armonioso y concatenado, es un híbrido que hace aguas por todas partes (no olvidemos que la idea primigenia era hacer un manifiesto firmado por tres; pero en cambio son ocho peroratas, un relato y tres cuentos), se alimenta de la propia egolatría de los autores (Ybarra, Delgado e Inocente) y peca de pomposo, de mayestático, para darnos un resultado más bien chicha, tirando a limonada. Pero principiemos por el principio, y partamos por partes, como acotaba un carnicero. Rodi Ybarra, siendo demasiado personalista, demasiado yo-yo, con un antiguo pasado de hijito de mamá, no puede evitar manchar sus textos con puntitos de cagatina personal y los hace un tanto artificiosos e hilarantes, cuando deberían ser todo lo contrario, serios, puntuales (la cereza en la cima del pastel es el encuentro unilateral con Alan García, que el susodicho lo describe como si hubiera sido la colisión entre dos altezas, una buena y otra mala), y al final de sus ocho textos (el de la poetisa ridícula no es más que un simple y poco estético desahogo para beneplácito de los misóginos) lo que evacua no es otra cosa que, haciendo un paralelismo popular, el discurso de una vieja histérica y renegona que pide a gritos y con improperios ser atendida. Las pataletas son permisibles solo en jóvenes de veintitantos años, pues, como el mismo Ybarra manifiesta, estos ilusos soñadores todavía pueden equivocarse; pero que las haga un señor de cuarenta ya parece algo chocho y un tanto chamuscado. No digo que el incendiario no debe morir en su ley, solo que tratar de incendiar la pradera con discursos trasnochados (palos al político, al intelectual, al crítico, al izquierdista son refritos) es como jugar a la cigüeña. Un bajón, sin duda, para el autodenominado «brazo armado», y conocido últimamente como «Ani», a quien algunos recuerdan como un buen poeta en los noventas y que ahora ha involucionado en un discutible bloguero de los dos mil.
Arturo Delgado Galimberti es un buen narrador (¿o debería ponerlo en pretérito?), pues con su primera obra, una noveleta de corto aunque bien logrado aliento, la chuntó, la hizo linda para los entendidos, porque para la masa ni siquiera existió; sin embargo, su siguiente publicación no cumplió las expectativas que se esperaba, digamos que con esta descendió un par de escalones, al cabo de los cuales no se supo más de él, desapareció del mapa literario, hasta el día de hoy en que se alinea a una tríada con afanes disidentes. Delgado empieza su relato bien, diría que hasta muy bien, pero cuando ingresa ya al meollo, es decir, al corazón mismo del cuerpo narrativo, siguiendo la metáfora ybarriana, la caga. Luego del excelente introito, los discursos que comprenden «El foro» son monocordes y aburridos, aun por encima de la intención ideológica, y el texto se va desinflando hasta reventar en un final sin despedida, sin cerrar bien la puerta ni echarle seguro, candado o llave. Y es que trasladar un lenguaje determinado hacia un terreno pantanoso, dúctil y hechicero, sin la debida previsión y el sutil cuidado, trae sus consecuencias.
Pero, de los tres, el que se salva diría que es Rafael Inocente, narrador de punche, aunque con destilaciones ocasionalmente femeninas, lo cual abona a su favor un arrojo poco común. Los tres cuentos que aparecen en el libro deleitan por el manejo del ritmo narrativo y las pinceladas para maquillar a los personajes. No obstante, en ocasiones, se nota que el autor fuerza un poco la madeja discursiva para meter su cuchara e inclinar la balanza hacia un costado, cuando lo que se reclama de un buen texto es justamente lo contrario, la desaparición del autor. Con todo, si Inocente se afina en su labor palabrera y manda de vacaciones esa leve actitud panfletaria que a veces se cuela en sus escritos, puede llegar a ser EL narrador que tanto estamos esperando.
Por último, una coda en esta fresca jodienda: los tres autores enviaron el libro al señor Marco Aurelio Denegri, con el fin de recibir una buena crítica, pues de lo contrario no le hubieran dedicado el volumen con palabras cariñosas (o sea, encima lo sobaron). Sin embargo, se fueron de caldo porque Denegri les enrostró su opinión sincera y los aludidos (dos de ellos, por lo menos, Ybarra e Inocente) se empincharon a tal extremo que intentaron barajar el tiro por la culata, llenando de adjetivos al culturoso señor de la televisión. Ahora me pregunto, ¿qué hubiera pasado si la crítica de Denegri era favorable? La humildad es una cualidad que, al parecer, ha desaparecido en este inflamado mundillo literario.
De: el Escritorzuelo
CARLOS RENGIFO
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